Ayer mi mamá y yo nos peleamos en el cumpleaños de mi hermana. Ella estaba llorando: «pobre Evo, tantas cosas ha hecho y nadie reconoce», me dijo cuando algunas lágrimas de su rostro eran secadas con su mandil. «Pero también hizo cosas malas», le respondí. ¡Cállate!, gritó mi mamá enojada. Ya ni quise hablarle más. Después de felicitar a mi hermana, me fui.
Cuando apenas tenía 10 años, conocí a Evo en el periódico, entendí por qué a mi papá le decían «Evo», se parecían tanto. «Éste es aymara, es como nosotros», dijo mi papá con firmeza, señalando su rostro. Él lo admiraba mucho, al Evo y al Mallku.
Me acuerdo que cuando Evo postulaba para presidente en el 2005, pasó una caravana de masistas con banderas azules por Camino a Viacha. «Seguro está el Evo», decía mi mamá estirando el cuello buscándolo, pero no estaba él, aunque nos regalaron unos pins y un calendario con su rostro. Yo tomé un pin y lo enganché a mi mochila.
Al otro día, cuando uno de mis compañeros vio el pin, se empezó a reír, diciendo que ese era un indio, y que no ganaría. No me acuerdo si le di un golpe en el rostro o le dije alguna grosería, la cuestión es que desde ese día ya no me molestó más. Mi mamá puso el calendario en la cocina. Aunque pasara el tiempo y el calendario ya no servía, mi mamá no quería sacarlo.
El día de las elecciones, todos en casa nos quedamos esperando saber quién había ganado, y cuando anunciaron a Evo como futuro presidente del país, mi mamá empezó a llorar, yo también lo hice. Mi papá sonrió, estábamos felices. «¡Evo, Evo!», coreábamos en la casa, «¡Evo, Evo!», gritaba el cabildo de los del MAS en la Tv cuando anunciaron su triunfo. «Esos q’aras se van a ir», me miraba mi papá eufórico y feliz.
Sin embargo, creo que no lloramos tanto como cuando lo posesionaron. Evo levantaba su puño izquierdo y su mano derecha tocaba su pecho, yo trataba de imitarle torpemente. Parecía que las lágrimas de Evo se acumulaban en sus ojos, tenía un gesto de que en cualquier momento estallaría en llanto, mientras abrazaba a Linera después de que le colocara la banda presidencial. Sé que la gente que estaba observándolo por la televisión le acompañaba también con felicidad, no todos, pero la mayoría. Mi mamá así lo hizo, empezó a llorar, sus ojos se tornaron rojos y me miró con apenas una sonrisa breve, nos dimos un abrazo. No entendía ni miércoles de política en ese instante, sólo sabía que el Evo sería mi presidente y que si era aymara como yo, todo estaría bien.
«Dejame llorar pues, alegrate vos, tanto lo odias», me dijo mi mamá hoy cuando le dije que se calme. Vine de visita a pedirle perdón, ayer me alteré. Mis tías dijeron algo que me molestó y la ira me ganó, pero discutí más que todo con mi mamá. Pero ¿quién soy yo para criticar la posición de mi mamá?, pensé ayer, pienso hoy ¡¿Quién?! Soy una generación que ha tenido muchos privilegios en comparación a lo que ha vivido ella. Ni sé la mitad de lo que ella ha vivido. Mi mamá llora ahora, «pobre Evo», sigue diciendo. Se encerró hace poco en la cocina y se puso a orar para que no le pase nada a él, lo sé porque cuando me acerqué a la puerta la oí. Estaba orando en aymara, pero la entendí. Y empecé a llorar yo también, porque en mi cabeza se reflejó el momento en que ambas compartimos una alegría hace años, frente al televisor.
«Hermano Evo, te han traicionado como al Jesús. Estoy orando para que estés bien. No confíes más en nadie, no hay confianza en el hombre», me dijo mi mamá que escribiera en Facebook, con la esperanza de que él lo lea. Sigue llorando y nunca sabré el dolor que está sintiendo. «Dejame llorar nomás», dice mi mamá cuando me acerco. «Dejame abrazarte», le digo, porque no le pude entender ayer.
Nos diste un hermoso momento hace años a mi mamá y a mí cuando te veíamos en la televisión, Evo, por eso te doy las gracias.